miércoles, 18 de marzo de 2009

miércoles, 14 de enero de 2009

miércoles, 7 de enero de 2009

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Pedagogía Libertaria

Taller de filosofía para niñ@s y adult@s "El pájaro filosofía"


Haz tu propuesta, piensa por ti mismo.

http://filosofiamella.wordpress.com/




  • El taller de filosofía se propone poner a prueba aquellos mecanismos de pensamiento que nos encierran en la ficción que el Poder nos impone, para generar mecanismos propios, inconcientes y colectivos.
  • El taller de filosofía no es un grupo de estudio, no nos dedicaremos a leer y comprender textos, antes bien, los utilizaremos fragmentariamente, como herramientas puntuales para denunciar aquellos mecanismos de dominación que nos atan a una concepción del mundo fijada de antemano.
  • No es necesario saber leer para acceder al taller. Aunque saber leer sea bueno para muchas cosas, por ejemplo, para leer esto.
  • No hay profesor en el taller. Se trata de generar un pensamiento colectivo, de "pensar" en lugar de "saber".
  • No hay horario fijo, cada quien llega cuando lo desea y se retira cuando lo desea, aunque el taller esté acotado a dos horas, esas dos horas serán relativas en la medida en que no nos sea solicitado el lugar y que no haya el deseo de trasladarse a otro para continuarlo.
  • No hay temas fijos ni programa, se trata de diseñar un plan colectivo en el que se voten y discutan todos los temas.
  • El taller es libre y gratuito.
  • Lo que allí se piense, se diga o se escriba, puede publicarse en cualquier lugar y compartirlo con cualquiera, el taller puede ser reproducido en cualquier lugar por cualquier colectivo.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Escuela de Yásnaia Poliana (fragmento) León Tolstói

La escuela no es un modelo. Volver a recordar la historia y su desenvolvimiento es, no obstante, útil. Desorden aparente que da por resultado, por parte de los alumnos, el orden. Batallas de escolares. El papel del maestro en caso de batalla.

Debo explicarme. Describiendo la escuela de Yásnaia Poliana, no pretendo darla como un modelo útil y bueno de imitar; no quiero más que mostrarla tal cual es. Creo que tales descripciones pueden tener sus ventajas. Si yo lograse, en las páginas siguientes, volver a trazar con lisura la historia del desenvolvimiento de la escuela, aparecería claramente al lector cómo se ha formado el espíritu actual, por qué lo encuentro yo bueno, por qué me sería absolutamente imposible cambiarlo, aun cuando yo quisiera.
La escuela se ha desarrollado libremente por la sola virtud de los principios establecidos, por el maestro y por los alumnos. A pesar de toda la autoridad del maestro, el alumno tenía siempre el derecho de no frecuentar la escuela, y aun frecuentando la escuela, el de no escuchar al maestro. Este tenía el derecho de no conservar al alumno en su escuela y de poder obrar con toda la fuerza de su influencia sobre la mayoría de los niños, sobre la sociedad que entre ellos forman siempre. Cuanto más adelantan los niños en el estudio, más se extiende la enseñanza y más se impone la necesidad del orden. Por consiguiente, en una escuela que se desenvuelve normalmente y sin violencia, cuanto más instruidos son los discípulos, más capaces del orden resultan, más sienten ellos mismos la necesidad de él, y más fácilmente, bajo este punto de vista, se establece la autoridad del maestro.
En la escuela de Yásnaia Poliana, desde su fundación, se ha visto confirmada constantemente esta regla. Al principio, imposible distribuir las clases, ni las materias, ni los recreos, ni las tareas: todo se confundía, todos los ensayos de distribución resultaban vanos. Hoy, en la primera clase, hay alumnos que piden ellos mismos seguir la guía de horarios y materias, que se aburren cuando se les saca de su lección, y que echan fuera a los pequeños que se atreven a estar entre ellos.
A mi juicio, este desorden exterior, aunque parezca al maestro tan extraño, tan incómodo, es útil, indispensable. Ocasiones tendré de volver a ocuparme, con bastante frecuencia, de las ventajas de esta organización; en cuanto a sus inconvenientes, he aquí lo que tengo que decir:
En primer lugar, el desorden u orden libre parécenos tan espantoso porque estamos acostumbrados a otro sistema según el cual hemos sido instruidos.
En segundo lugar, sobre este punto, como sobre otros muchos, el empleo de la violencia está fundado en una interpretación irreflexiva e irrespetuosa de la naturaleza humana. Parece que el desorden aumenta, crece por momentos, no conoce límites; parece que nada puede detenerlo sino la represión violenta, cuando basta esperar un poco para ver el desorden (o el fuego) extinguido por sí mismo, produciendo un orden más perfecto y estable que aquel por el cual lo sustituiríamos.
Los escolares son hombres, seres sometidos, por muy pequeños que sean, a las mismas necesidades que nosotros; como nosotros, seres pensantes; todos quieren aprender, y para esto van a la escuela, y por esto llegan sin esfuerzo a esta conclusión, que, para aprender, es necesario someterse a ciertas condiciones. No sólo son hombres, sino que constituyen una sociedad de seres reunidos en un pensamiento común. Y en todo lugar donde se reúnan tres en Mi nombre, Yo estoy en medio de ellos. Cediendo a las solas leyes naturales, a las leyes derivadas de la naturaleza, ni se oponen, ni murmuran; cediendo a vuestra autoridad intempestiva, no admiten la legitimidad de vuestras campanillas, de vuestro uso del tiempo, de vuestras reglas.
¡Cuántas veces he tenido ocasión de asistir a las batallas de los niños! El maestro se lanza entre ellos para separarlos, y los dos enemigos se miran de reojo; incapaces de contenerse aun en presencia de un maestro temible, acaban por caer uno sobre otro con más ardimiento aún que antes. ¡Cuántas veces, en el mismo día, he visto un Kiruchka, apretados los dientes, caer sobre Taraska, cogerle por los cabellos de las sienes, derribarlo al suelo; parece querer desfigurar a su enemigo, dejarle muerto! Pero no ha pasado un minuto cuando ya Taraska ríe bajo Kiruchka y le hace otro tanto; antes de cinco minutos, vedlos tan buenos amigos, sentados uno al lado del otro.
Hace poco tiempo, después de la clase, en un rincón dos muchachos se fueron a las manos: el uno, un notable matemático de cerca de nueve años, alumno de la segunda clase; el otro, un pequeño, con ojos negros, rapado, inteligente, pero vengativo, nombrado Kiska. Kiska echó mano a los largos bucles del matemático y le apretó la cabeza contra el muro, en tanto que el matemático se esforzaba vanamente para coger las cerdas rapadas de Kiska. Los negros ojos de éste brillaban triunfalmente. En cuanto al matemático, le costaba trabajo contener sus lágrimas.
-¡Bien! ¡bien! ¿Qué? ¿qué? -decía Kiska.
Pero se veía claramente que éste hacía daño, y que sólo quería pasar por valiente. Esto continuó por bastante tiempo, y yo estaba indeciso sobre qué partido tomar:
-¡Se pelean! ¡se pelean! -gritaban los niños.
Y se agruparon en el rincón. Los pequeños reían, pero los mayores, aunque sin tratar de separar a los combatientes, mirábanlos con aire serio. Las miradas, el silencio, no fueron perdidos para Kiska. Comprendió que lo que hacía no estaba bien; púsose a sonreír, y poco a poco fue soltando los cabellos del matemático. Este último se desembarazó de aquél, acosó a Kiska, a quien apretó por la nuca contra el muro, y después, satisfecho, se alejó. El pequeño se echó a llorar, y lanzándose en persecución de su enemigo, le pegó con todas sus fuerzas sobre el abrigo de pieles, pero sin hacerle daño. El matemático iba a secundar, pero en el mismo instante resonaron gritos de desaprobación.
-¡Ved, se atreve con un pequeño! -exclamaron los circunstantes-. ¡Sálvate, Kiska!
El asunto acabó en aquello, sin dejar rastro, salvo, creo yo, lo mismo en uno que en otro, la conciencia confusa de que el pegarse es desagradable, porque esto hace daño a entrambos. Se puede notar que aquel sentimiento de justicia ha sido provocado por la multitud; pero ¡cuántos asuntos análogos se terminan, no se puede comprender en virtud de qué leyes, de manera que satisfaga a las dos partes! ¡Cuan arbitrarios e injustos son, comparativamente, todos los medios empleados en semejante caso!
-Los dos sois culpables; ¡de rodillas! -dice el instructor. Y no tiene razón, porque allí no hay más que un solo culpable, un culpable que triunfa poniéndose de rodillas y rumiando su maldad, en tanto que el inocente está doblemente castigado. O bien:
-Tú eres culpable de haber hecho esto y aquello, y tú serás castigado -dirá el instructor.
Y el niño castigado odiará más a su enemigo al sentir a su lado un poder despótico, cuya legitimidad no reconoce.
O este otro:
-Perdónale; así lo quiere Dios, y sé mejor que él -expresará el instructor.
Le decís: Sé mejor que él, pero lo que él quiere es ser más fuerte; mejor... no lo comprende, ni lo puede comprender.
O esto:
-Ambos sois culpables; pedios perdón el uno al otro, y abrazaos, hijos míos.
He aquí lo peor de todo, porque ese abrazo no será sincero, y porque el sentimiento malo, acallado un instante, se arriesgará a resucitar.
Dejadles, pues, solos si no sois el padre o la madre, que, todo piedad para sus hijos, siempre tienen razón para tirar de los cabellos al que pega; dejadles, y ved cómo todo se arregla, todo se apacigua sencilla, naturalmente.

NI PREMIO NI CASTIGO

Extraído de La Escuela Moderna de Ferrer i Guardia

http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/pedagogia/escuelamoderna/indice.html

La enseñanza racional es ante todo un método de defensa contra el error y la ignorancia. Ignorar verdades y creer absurdos es lo predominante en nuestra sociedad, y a ello se debe la diferencia de clases y el antagonismo de los intereses con su persistencia y su continuidad.

Admitida y practicada la coeducación de niñas y niños y ricos y pobres, es decir, partiendo de la solidaridad y de la igualdad, no habíamos de crear una desigualdad nueva, y, por tanto, en la Escuela Moderna no habría premios, ni castigos, ni exámenes en que hubiera alumnos ensorbebecidos con la nota de sobresaliente, medianías que se conformaran con la vulgarísima nota de aprobados ni infelices que sufrieran el oprobio de verse despreciados por incapaces.

Esas diferencias sostenidas y practicadas en las escuelas oficiales, religiosas e industriales existentes, en concordancia con el medio ambiente y esencialmente estacionarias, no podían ser admitidas en la Escuela Moderna, por razones anteriormente expuestas.

No teniendo por objeto una enseñanza determinada, no podía decretarse la aptitud ni la incapacidad de nadie. Cuando se enseña una ciencia, un arte, una industria, una especialidad; cualquiera que necesite condiciones especiales, dado que los individuos puedan sentir una vocación o tener, por distintas causas, tales o cuales aptitudes, podrá ser útil el examen, y quizá un diploma académico aprobatorio lo mismo que una triste nota negativa pueden tener su razón de ser, no lo discuto; ni lo niego ni lo afirmo. Pero en la Escuela Moderna no había tal especialidad; allí ni siquiera se anticipaban aquellas enseñanzas de conveniencia más urgente encaminadas a ponerse en comunión intelectual con el mundo; lo culminante de aquella escuela, lo que la distinguía de todas, aun de las que pretendían pasar como modelos progresivos, era que en ella se desarrollaban amplísimamente las facultades de la infancia sin sujeción a ningún patrón dogmático, ni aun lo que pudiera considerarse como resumen de la convicción de su fundador y de sus profesores, y cada alumno salía de allí para entrar en la actividad social con la aptitud necesaria para ser su propio maestro y guía en todo el curso de su vida.

Claro es que por incapacidad racional de otorgar premios, se creaba la imposibilidad de imponer castigos, y en aquella escuela nadie hubiera pensado en tan dañosas prácticas si no hubiera venido la solicitud del exterior. Allí venían padres que profesaban este rancio aforismo: la letra con sangre entra, y me pedían para su hijo un régimen de crueldad; otros, entusiasmados con la precocidad de su prole, hubiera querido, a costa de ruegos y dádivas, que su hijo hubiera podido brillar en un examen y ostentar pomposamente títulos y medallas; pero en aquella escuela no se premió ni castigó a los alumnos, ni se satisfizo la preocupación de los padres. Al que sobresalía por bondad, por aplicación, por indolencia o por desorden se le hacía observar la concordancia o discordancia que pudiera haber con el bien o con el mal propio o el de la generalidad, y servían de asunto para una disertación a propósito del profesor correspondiente, sin más consecuencias; y los padres fueron conformándose, poco a poco, con el sistema, habiendo de sufrir no pocas veces que sus mismos hijos les despojaran de sus errores y preocupaciones. No obstante, la rutina surgía a cada punto con pesada impertinencia, viéndome obligado a repetir mis razonamientos, sobre todo con los padres de los nuevos alumnos que se presentaban, por lo que publiqué en el Boletín el siguiente escrito:

POR QUÉ LA ESCUELA MODERNA NO CELEBRA EXAMENES

Los exámenes clásicos, aquellos que estamos habituados a ver a la terminación del año escolar y a los que nuestros padres tenían en gran predicamento, no dan resultado alguno, y si lo producen es en el orden del mal.

Estos actos, que se visten de solemnidades ridículas, parecen ser instituídos solamente para satisfacer el amor propio enfermizo de los padres, la supina vanidad y el interés egoísta de muchos maestros y para causar sendas torturas a los niños antes del examen, y después, las consiguientes enfermedades más o menos prematuras.

Cada padre desea que su hijo se presente en público como uno de los tantos sobresalientes del colegio, haciendo gala de ser un sabio en miniatura. No le importa que para ello su hijo, por espacio de quince días o un mes, sea víctima de exquisitos tormentos. Como se juzga por el exterior, se viene a la consideración que los dichos tormentos no son tales, porque no dejan como señal el más pequeño rasguño ni la más insignificante cicatriz en la piel...

La inconsciencia en que se vive con relación a la naturaleza del niño y a lo inicuo de ponerle en condiciones forzadas para que saque de su flaqueza psicológica fuerzas intelectuales, sobre todo en la esfera de la memoria, impide a los padres ver que un rato de satisfacción de amor propio, puede ser la causa, como ha sucedido muchas veces, de enfermedad, de la muerte moral y material de sus hijos.

A la mayoría de los profesores, por otra parte, estereotipadores de frases hechas, inoculadores mecánicos, más que padres morales del educando, lo que más les interesa en los exámenes es su propia personalidad y su estado económico; su objeto es hacer ver a los padres y demás concurrentes a los exámenes, que el alumno, bajo su égida, sabe muchísimo, que sus conocimientos en extensión y caridad exceden a lo que se podía esperar de sus cortos años y al poco tiempo que hace ha estado en el colegio de tan meritísimo profesor.

Además de esa miserable vanidad, satisfecha a costa de la vida moral y física del alumno, se esfuerzan, esos determinados maestros, en arrancar plácemes del vulgo, de los padres y demás concurrentes ignaros de lo que pasa en la realidad de las cosas, como un reclamo eficacísimo que les garantiza el crédito y el prestigio de la Tienda Escolar.

En crudo, somos adversarios impenitentes de los indicados exámenes. En el colegio todo tiene que ser efectuado en beneficio del estudiante. Todo acto que no consiga ese fin debe ser rechazado como antitético a la naturaleza de una positiva enseñanza. De los exámenes no saca nada bueno y recibe, por el contrario, gérmenes de mucho malo el alumno. A más de las enfermedades físicas susodichas, sobre todo las del sistema nervioso y acaso de una muerte temprana, los elementos morales que inicia en la conciencia del niño ese acto inmoral calificado de examen son: la vanidad enloquecedora de los altamente premiados; la envidia roedora y la humillación, obstáculo de sanas iniciativas, en los que han claudicado; y en unos y en otros, y en todos, los albores de la mayoría de los sentimientos que forman los matices del egoísmo.

He aquí razonado nuestro pensamiento por una escritura profesional, en el siguiente artículo tomado del Boletín :

EXAMENES Y CONCURSOS

Al finalizar el año escolar hemos oído, como los años anteriores, hablar de concursos, de exámenes, de premios. Hemos vuelto a ver el desfile de niños cargados de diplomas y de volúmenes rojos adornados con follajes verdes y dorados; hemos pasado revista a la multitud de mamás angustiadas por la incertidumbre, y de niños aterrorizados por las temibles pruebas del examen, donde han de comparecer ante un tribunal inflexible a sufrir tremendo interrogatorio, circunstancias que dan al acto cierta desdichada analogía con los que se celebran diariamente en la Audiencia territorial.

Ese es el símbolo de todo el sistema actual de enseñanza.

Porque no se interrumpe solamente nuestro trabajo para sancionarle por marcas y clasificaciones en una época del año, ni en una edad de la vida, sino durante todos nuestros años de estudio y para muchas profesiones durante toda la vida.

Comienza la cosa desde que cumplimos cinco o seis años, cuando se nos enseña a leer, y en tan tierna edad, se nos obliga a preocuparnos, no tanto de las historias que ese nuevo ejercicio nos permite conocer, ni el dibujo más o menos interesante de las letras, como el premio de la lectura que hemos de disputar; y lo peor es que se nos hace enrojecer de vergüenza si quedamos rezagados, o se nos infla de vanidad si hemos vencido a los otros, si nos hemos atraído la envidia y la enemistad de nuestros compañeros.

Mientras estudiábamos gramática, cálculo, ciencia y latín, los maestros y nuestros padres no descansaban, como impulsados por acuerdo tácito, procurando persuadirnos que estábamos rodeados de rivales que combatir, de superiores que admirar o de inferiores que despreciar. ¿Con qué objeto trabajamos?, se nos ocurría preguntar alguna vez, y se nos contestaba que ya obtendríamos el beneficio de nuestros esfuerzos o soportaríamos las consecuencias de nuestra torpeza; y todas las excitaciones y todos los actos nos inspiraban la convicción de que si alcanzásemos el primer puesto, si lográsemos ser más que los otros, nuestros padres, parientes y amigos, el profesor mismo, nos daría distinguidas muestras de preferencia. Como consecuencia lógica, nuestros esfuerzos se dirigían exclusivamente al premio, al éxito. De ese modo no se desarrollaba en nuestro ser moral más que la vanidad y el egoísmo.

La gravedad del mal aumenta considerablemente en la época en que se entra en la vida. El bachillerato es poco peligroso, pero abre la puerta a gran número de carreras en que los concurrentes se disputan cruelmente el derecho a la existencia. Hasta entonces no comprende el joven que trabaja para sí, que necesita asegurarse por sí mismo su porvenir, y se convencerá cada vez más que para ello necesita vencer a los otros, ser más fuerte o más astuto. De semejante concepción se resiente toda la vida social.

Hemos encontrado en la sociedad hombres de toda condición y de diferentes edades que no hubieran dado un paso ni hecho el menor esfuerzo si no hubieran tenido la íntima convicción de que todos sus méritos les serían contados y pagados íntegramente un día. Los hombres de gobierno lo saben perfectamente, ya que obtienen tanto de los ciudadanos por las recompensas, avances, distinciones y condecoraciones que otorgan. Eso es un resto vivaz del cristianismo. El dogma de la gloria eterna ha inspirado la Legión de Honor. A cada paso encontramos en la vida premios, concursos, exámenes y oposición, ¿hay algo más triste, más feo ni más falso? Hay algo más anormal que el trabajo de preparación de los programas: el exceso de trabajo moral y físico que tiene por efecto deformar las inteligencias, desarrollando hasta el exceso ciertas facultades en detrimento de otras que quedan atrofiadas. El menor reproche que se les pueda dirigir consiste en que son una pérdida de tiempo, y frecuentemente llega hasta romper las vidas, hasta prohibir toda otra preocupación personal, familiar o social. Los candidatos serios no deben aceptar las distracciones artísticas, ni pensar en el amor, ni interesarse en la cosa pública, so pena de un fracaso.¿Y qué diremos de las pruebas mismas de los concursos, que no sea universalmente conocido? No hablaré de las injusticias intencionales, aunque de ellas puedan citarse ejemplos; basta que la injusticia sea esencial a la base del sistema. Una nota o una clasificación dada en condiciones determinadas, sería diferente si ciertas condiciones cambiasen; por ejemplo, si el jurado fuese otro, si el ánimo del juez, por cualquier circunstancia, hubiese variado. En este asunto la casualidad reina como señora absoluta, y la casualidad es ciega.Suponiendo que se reconociese a ciertos hombres en razón de su edad y de sus trabajos, el derecho muy contestable de juzgar el valor de otros hombres, de medirle y sobre todo de comparar entre si los valores individuales, necesitarían aún estos jueces establecer su veredicto sobre bases sólidas.

En lugar de esto, se reducen al mínimum los elementosde apreciación: un trabajo de algunas horas, una conversación de algunos minutos, y con esto basta para declarar si un hombre es más capaz que otro de desempeñar tal función, de dedicarse a tal estudio, o a tal trabajo.

Reposando sobre la casualidad y la arbitrariedad, los concursos y los dictámenes que de ellos resultan gozan de un prestigio y de una autoridad universales, que se imponen, no sólo a los individuos sino también a sus esfuerzos y a sus trabajos. La misma ciencia se halla diplomada: hay una ciencia escogida alrededor de la cual no hay sino medianía; únicamente la ciencia marcada y garantida asegura al hombre que la posee el derecho a vivir.

Denunciamos con complacencia los vicios de este sistema, porque en él vemos una herencia del pasado tiránico. Siempre la misma centralización, la misma investidura oficial.

Séanos permitido idear sin ser tachados de utopistas, una sociedad en que todos los que quieran trabajar puedan hacerlo, en que la jerarquía no exista, y en que se trabaje por el trabajo y por sus frutos legítimos.

Comencemos por introducir desde la escuela tan saludables costumbres; dedíquense los pedagogos a inspirar el amor al trabajo sin sanciones arbitrarias, ya que hay sanciones naturales e inevitables que bastará poner en evidencia. Sobre todo evitemos dar a los niños la noción de comparación y de medida entre los individuos, porque para que los hombres comprendan y aprecien la diversidad infinita que hay entre los caracteres y las inteligencias es necesario evitar a los escolares la concepción inmutable de buen alumno a la que cada uno debe tender, pero de la cual se aproxima más o menos con mayor o menor mérito.

Suprimamos, pues, en las escuelas las clasificaciones, los exámenes, las distribuciones de premios y las recompensas de toda clase. Este será el principio práctico.

Emilia Boivin.

En el número 6, año quinto, del Boletín creí necesario publicar lo siguiente :

NO MÁS CASTIGOS

Recibimos frecuentes comunicaciones de Centros obreros instructivos y Fraternidades republicanas, quejándose de algunos profesores, que castigan a los niños en sus escuelas.

Nosotros mismos hemos tenido el disgusto de presenciar, en nuestras cortas y escasas excursiones, pruebas materiales del hecho que motiva la queja, viendo niños de rodillas o en otras actitudes forzadas de castigo.

Esas prácticas irracionales y atávicas han de desaparecer; la Pedagogía moderna las rechaza en absoluto.

Los profesores que se ofrecen a la Escuela Moderna y solicitan su recomendación para ejercer la profesión en las escuelas similares, han de renunciar a todo castigo material y moral, so pena de quedar descalificados para siempre. La severidad gruñona, la impaciencia, la ira rayan a veces hasta la sevicia y han debido desaparecer con el antiguo dómine. En las escuelas libres todo ha de ser paz, alegría y confraternidad.

Creemos que este aviso bastará para desterrar en lo sucesivo tales prácticas, impropias de personas que han de tener por único ideal la formación de una generación apta para establecer una sociedad verdaderamente fraternal, solidaria y justa.