miércoles, 10 de diciembre de 2008

Escuela de Yásnaia Poliana (fragmento) León Tolstói

La escuela no es un modelo. Volver a recordar la historia y su desenvolvimiento es, no obstante, útil. Desorden aparente que da por resultado, por parte de los alumnos, el orden. Batallas de escolares. El papel del maestro en caso de batalla.

Debo explicarme. Describiendo la escuela de Yásnaia Poliana, no pretendo darla como un modelo útil y bueno de imitar; no quiero más que mostrarla tal cual es. Creo que tales descripciones pueden tener sus ventajas. Si yo lograse, en las páginas siguientes, volver a trazar con lisura la historia del desenvolvimiento de la escuela, aparecería claramente al lector cómo se ha formado el espíritu actual, por qué lo encuentro yo bueno, por qué me sería absolutamente imposible cambiarlo, aun cuando yo quisiera.
La escuela se ha desarrollado libremente por la sola virtud de los principios establecidos, por el maestro y por los alumnos. A pesar de toda la autoridad del maestro, el alumno tenía siempre el derecho de no frecuentar la escuela, y aun frecuentando la escuela, el de no escuchar al maestro. Este tenía el derecho de no conservar al alumno en su escuela y de poder obrar con toda la fuerza de su influencia sobre la mayoría de los niños, sobre la sociedad que entre ellos forman siempre. Cuanto más adelantan los niños en el estudio, más se extiende la enseñanza y más se impone la necesidad del orden. Por consiguiente, en una escuela que se desenvuelve normalmente y sin violencia, cuanto más instruidos son los discípulos, más capaces del orden resultan, más sienten ellos mismos la necesidad de él, y más fácilmente, bajo este punto de vista, se establece la autoridad del maestro.
En la escuela de Yásnaia Poliana, desde su fundación, se ha visto confirmada constantemente esta regla. Al principio, imposible distribuir las clases, ni las materias, ni los recreos, ni las tareas: todo se confundía, todos los ensayos de distribución resultaban vanos. Hoy, en la primera clase, hay alumnos que piden ellos mismos seguir la guía de horarios y materias, que se aburren cuando se les saca de su lección, y que echan fuera a los pequeños que se atreven a estar entre ellos.
A mi juicio, este desorden exterior, aunque parezca al maestro tan extraño, tan incómodo, es útil, indispensable. Ocasiones tendré de volver a ocuparme, con bastante frecuencia, de las ventajas de esta organización; en cuanto a sus inconvenientes, he aquí lo que tengo que decir:
En primer lugar, el desorden u orden libre parécenos tan espantoso porque estamos acostumbrados a otro sistema según el cual hemos sido instruidos.
En segundo lugar, sobre este punto, como sobre otros muchos, el empleo de la violencia está fundado en una interpretación irreflexiva e irrespetuosa de la naturaleza humana. Parece que el desorden aumenta, crece por momentos, no conoce límites; parece que nada puede detenerlo sino la represión violenta, cuando basta esperar un poco para ver el desorden (o el fuego) extinguido por sí mismo, produciendo un orden más perfecto y estable que aquel por el cual lo sustituiríamos.
Los escolares son hombres, seres sometidos, por muy pequeños que sean, a las mismas necesidades que nosotros; como nosotros, seres pensantes; todos quieren aprender, y para esto van a la escuela, y por esto llegan sin esfuerzo a esta conclusión, que, para aprender, es necesario someterse a ciertas condiciones. No sólo son hombres, sino que constituyen una sociedad de seres reunidos en un pensamiento común. Y en todo lugar donde se reúnan tres en Mi nombre, Yo estoy en medio de ellos. Cediendo a las solas leyes naturales, a las leyes derivadas de la naturaleza, ni se oponen, ni murmuran; cediendo a vuestra autoridad intempestiva, no admiten la legitimidad de vuestras campanillas, de vuestro uso del tiempo, de vuestras reglas.
¡Cuántas veces he tenido ocasión de asistir a las batallas de los niños! El maestro se lanza entre ellos para separarlos, y los dos enemigos se miran de reojo; incapaces de contenerse aun en presencia de un maestro temible, acaban por caer uno sobre otro con más ardimiento aún que antes. ¡Cuántas veces, en el mismo día, he visto un Kiruchka, apretados los dientes, caer sobre Taraska, cogerle por los cabellos de las sienes, derribarlo al suelo; parece querer desfigurar a su enemigo, dejarle muerto! Pero no ha pasado un minuto cuando ya Taraska ríe bajo Kiruchka y le hace otro tanto; antes de cinco minutos, vedlos tan buenos amigos, sentados uno al lado del otro.
Hace poco tiempo, después de la clase, en un rincón dos muchachos se fueron a las manos: el uno, un notable matemático de cerca de nueve años, alumno de la segunda clase; el otro, un pequeño, con ojos negros, rapado, inteligente, pero vengativo, nombrado Kiska. Kiska echó mano a los largos bucles del matemático y le apretó la cabeza contra el muro, en tanto que el matemático se esforzaba vanamente para coger las cerdas rapadas de Kiska. Los negros ojos de éste brillaban triunfalmente. En cuanto al matemático, le costaba trabajo contener sus lágrimas.
-¡Bien! ¡bien! ¿Qué? ¿qué? -decía Kiska.
Pero se veía claramente que éste hacía daño, y que sólo quería pasar por valiente. Esto continuó por bastante tiempo, y yo estaba indeciso sobre qué partido tomar:
-¡Se pelean! ¡se pelean! -gritaban los niños.
Y se agruparon en el rincón. Los pequeños reían, pero los mayores, aunque sin tratar de separar a los combatientes, mirábanlos con aire serio. Las miradas, el silencio, no fueron perdidos para Kiska. Comprendió que lo que hacía no estaba bien; púsose a sonreír, y poco a poco fue soltando los cabellos del matemático. Este último se desembarazó de aquél, acosó a Kiska, a quien apretó por la nuca contra el muro, y después, satisfecho, se alejó. El pequeño se echó a llorar, y lanzándose en persecución de su enemigo, le pegó con todas sus fuerzas sobre el abrigo de pieles, pero sin hacerle daño. El matemático iba a secundar, pero en el mismo instante resonaron gritos de desaprobación.
-¡Ved, se atreve con un pequeño! -exclamaron los circunstantes-. ¡Sálvate, Kiska!
El asunto acabó en aquello, sin dejar rastro, salvo, creo yo, lo mismo en uno que en otro, la conciencia confusa de que el pegarse es desagradable, porque esto hace daño a entrambos. Se puede notar que aquel sentimiento de justicia ha sido provocado por la multitud; pero ¡cuántos asuntos análogos se terminan, no se puede comprender en virtud de qué leyes, de manera que satisfaga a las dos partes! ¡Cuan arbitrarios e injustos son, comparativamente, todos los medios empleados en semejante caso!
-Los dos sois culpables; ¡de rodillas! -dice el instructor. Y no tiene razón, porque allí no hay más que un solo culpable, un culpable que triunfa poniéndose de rodillas y rumiando su maldad, en tanto que el inocente está doblemente castigado. O bien:
-Tú eres culpable de haber hecho esto y aquello, y tú serás castigado -dirá el instructor.
Y el niño castigado odiará más a su enemigo al sentir a su lado un poder despótico, cuya legitimidad no reconoce.
O este otro:
-Perdónale; así lo quiere Dios, y sé mejor que él -expresará el instructor.
Le decís: Sé mejor que él, pero lo que él quiere es ser más fuerte; mejor... no lo comprende, ni lo puede comprender.
O esto:
-Ambos sois culpables; pedios perdón el uno al otro, y abrazaos, hijos míos.
He aquí lo peor de todo, porque ese abrazo no será sincero, y porque el sentimiento malo, acallado un instante, se arriesgará a resucitar.
Dejadles, pues, solos si no sois el padre o la madre, que, todo piedad para sus hijos, siempre tienen razón para tirar de los cabellos al que pega; dejadles, y ved cómo todo se arregla, todo se apacigua sencilla, naturalmente.

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